Siempre existe una excusa para la pomposidad, para la teatralidad al servicio de la propaganda. Durante estos últimos días ha sido la del 650 aniversario de la denominada Diputación del General, antecedente histórico de la actual Generalitat. Aprovechando la ocasión, el presidente Montilla ha proclamado que «de esta continuidad histórica, de esta voluntad de autogobierno, de esta cultura y lengua milenarias, es de donde surgen los argumentos para decir que somos una nación. Una nación no es una manía».
Puede que la nación no sea una manía, pero sí es propio de maniáticos insistir en el sonsonete nacionalista para condicionar la actividad política y pretender hipotecar la viabilidad de la propia Nación española. Tanto es así que para ellos el grado de afección o desafección de los catalanes hacia España pendería del mantenimiento de la palabra nación en el preámbulo del Estatuto.
Tan grandilocuente y fatuo es este discurso que él sólo se desacredita. Es cierto que el Parlamento de Cataluña hizo esta declaración y que, recurrente y obsesivamente, se bautiza a muchas instituciones y pactos de ámbito catalán con el adjetivo nacional. Igualmente, las normas aprobadas en el Parlament suelen ser calificadas como «de país» utilizando el término no en su acepción geográfica, sino política. Paralelamente y en sentido contrario, instituciones dependientes del Gobierno español, modifican su nomenclatura para reafirmar su carácter estatal y olvidar lo nacional como, por ejemplo, el Instituto Nacional de Meteorología, que ha pasado a denominarse Agencia Estatal.
La continuidad histórica a la que apelaba Montilla desapareció hace algunos siglos del entramado institucional. La cita está justificada en el caso de las monarquías hereditarias, pero la legitimación del actual presidente de la Generalitat se asienta exclusivamente en la soberanía nacional del pueblo español que aprobó la Constitución, no en el derecho natural, que era el que regía en el siglo XIV. No estamos, desde luego, ante un tema menor. Por primera vez en la historia de España, en una norma del bloque constitucional se declara a Cataluña como nación y eso tiene, necesariamente, su trascendencia. No se llegó a tanto en el Estatuto catalán de la II República que calificaba a Cataluña como «región autónoma dentro del Estado español». Para los independentistas la permanencia del concepto nación, en cuanto parada para llegar al Estado, es fundamental, pero no se comprende, sin embargo, tanta emotividad y prosopopeya en dirigentes que se autocalifican como federalistas o autonomistas.
Pero si hablamos de continuidad histórica, tendremos que referirnos necesariamente al territorio que conforma Cataluña. El Estatuto de 1979, al igual que el de la II República, configura la Cataluña actual mediante la agrupación de las provincias de Barcelona, Gerona, Lérida y Tarragona. Su base territorial es regional y responde a la suma de las cuatro provincias creadas en la organización administrativa aprobada en 1822 durante el trienio liberal y que sería respetada en la división provincial elaborada por Javier de Burgos en 1833. A través del tiempo, esta división se ha consolidado.
Sin embargo, el Estatuto de 2006 ignora, deliberada y cicateramente, la referencia provincial en la delimitación del territorio catalán para preparar el campo a la veguería como instrumento de organización básica de Cataluña. La provincia siempre ha incomodado a los nacionalistas y el hecho diferencial se remarca haciéndola desaparecer del léxico político catalán. El proceso es rupturista puesto que Cataluña contará con su específica división administrativa al margen de la del Estado español.
La pretensión de algunos partidos políticos de aprobar la Ley de Ordenación Territorial de Cataluña para implantar las veguerías es disparatada. No sólo porque el modelo previsto en el Estatuto de Autonomía está pendiente de la sentencia del Tribunal Constitucional, sino porque no existe consenso social ni necesidad política de hacerlo. Existen conflictos sobre el número de veguerías, sus límites, sus capitalidades e incluso su nombre, y todo ello en un contexto de gran rivalidad que casi doscientos años de escenario provincial habían logrado pacificar. Además, todo ese proceso conllevará el desmantelamiento de las cuatro diputaciones provinciales para crear, al menos, siete consejos de veguerías, en un escenario de grave crisis económica en el que la austeridad en el gasto público debiera ser la primera prioridad.
De todas maneras, la falta de consenso entre los propios miembros del Gobierno sobre este tema no debe utilizarse para paralizar la Ley del Área Metropolitana de Barcelona. Una vez más, se va camino de anteponer el cálculo partidista, el reparto del peso territorial a la necesidad de gestionar coordinadamente los servicios e infraestructuras de millones de catalanes. Sería deseable que el Gobierno priorizase y antepusiera la mejora de la gestión a los delirios nacionalistas.