EL PRESIDENTE Puigdemont es el representante ordinario del Estado en Cataluña. No acaba de entender que ese cargo conlleva la carga de asumir el principio de lealtad constitucional y no hacer manifestaciones que sean contrarias al Estado al que tiene la obligación de representar. Es cierto que huye de ese papel institucional en Cataluña, pero cuando sale al extranjero debiera evitar, al menos, afirmaciones que no responden a la realidad y que tienen como principal finalidad denostar a la España democrática.
Recientemente, con motivo de una conferencia dictada en la Universidad de Harvard con el título Catalunya hoy y mañana, ha justificado las aspiraciones independentistas de constituir un nuevo Estado con la siguiente simpleza: España es un país atrasado y conculcador de las libertades y Cataluña un territorio oprimido por España que aspira a liberarse de su mediocridad y falta de democracia. Llaman especialmente la atención dos aspectos relevantes de la conferencia.
El primero, la demonización de la Constitución de 1978, a la que se presenta como una imposición de las Fuerzas Armadas españolas, un argumento que han comprado los otrora representantes de la derecha moderada nacionalista, de la que Puigdemont es directo heredero, y de la izquierda independentista. En su desafortunada intervención, destaca por injusta y ofensiva con el actual papel de las Fuerzas Armadas la afirmación de que la Constitución española «autoriza al Ejército a actuar contra sus propios ciudadanos, algo que solo aparece en otra Constitución en Europa: la de Turquía». Eso es literalmente mentira, puesto que la Constitución acabó con las veleidades de los nostálgicos franquistas que pretendían una autonomía militar. Precisamente, el sometimiento de las Fuerzas Armadas al Gobierno democrático era la razón de ser de los golpistas del 23-F. El golpismo de entonces y el golpismo separatista de Puigdemont y compañía tienen la misma finalidad, acabar con la Constitución democrática de 1978, y ambos pretenden hacerlo del mismo modo: a las bravas.
El otro aspecto relevante es la comparación de la reivindicación de los separatistas catalanes con la lucha por los derechos civiles norteamericanos que lograron erradicar el esclavismo y la segregación. Esta comparación es especialmente desafortunada. Los independentistas catalanes pueden ejercer libremente su derecho al voto y presentarse a las elecciones en España. Buena prueba de ello es que la voluntad de las urnas ha hecho que, sin tener una mayoría social, controlen las instituciones en Cataluña, adoctrinen para su causa desde los medios de comunicación, compren voluntades políticas con el presupuesto y desprecien y vulneren los derechos de sus rivales políticos. Ofende a la inteligencia equiparar la situación de los separatistas catalanes con la de los afroamericanos en la época de apogeo del Ku Klux Klan.
Desde luego es un sarcasmo que quien ha decidido hacer un referéndum (sí o sí) finalice su intervención criticando al Gobierno español por no respetar la voluntad del pueblo. En la democracia española, el sujeto es el pueblo español y recientemente ha escogido legítima y democráticamente a sus representantes. La voluntad del pueblo español no ampara las pretensiones de los secesionistas catalanes como en Estados Unidos, tanto en la época de Trump como en la de Obama, el conjunto de los norteamericanos no avalan los anhelos de los independentistas tejanos. Hace bien Puigdemont en citar en su conferencia la Constitución norteamericana, que comienza con las palabras «We the People». Pero también sería conveniente que recordara el preámbulo de la Constitución española que acaba igualmente con una apelación a esa voluntad cuando afirma que «las Cortes aprueban y el pueblo español ratifica la siguiente Constitución». Pues bien, la voluntad popular de los españoles (incluidos los catalanes) es la que decidirá cambiar la Constitución. Quien no respete esa voluntad carece de legitimidad para dar lecciones de democracia por el mundo.
Artículo publicado el 02/04/17 en EL MUNDO