«Estoy muy triste porque estamos haciendo las maletas». Así comienza la carta de Cristina Pérez. Después de diez años construyendo su hogar a las afueras de Barcelona, vuelve a su ciudad natal, a Madrid. «Soy una exiliada porque lo que han creado aquí es una dictadura, la dictadura de un idioma», comenta apenada. Le cuesta empezar a contar el porqué de su partida. Está nerviosa. Su voz refleja que las lágrimas, de hecho, pueden comenzar a brotar en cualquier minuto, pero, sin embargo, se serena y arranca con fuerza la historia de la lucha de una madre que quiere ofrecerle la posibilidad de ser feliz a su hijo. Gonzalo tiene cinco años y desde hace dos vive –en ausencia– un calvario. Tardó en lanzarse a hablar, por eso hasta los tres años no le detectaron la disfasia que sufre. Le cuesta comprender y expresarse. De ahí el retraso en pronunciar sus primeras palabras.
El año pasado Cristina y su marido intentaron escolarizarle en un colegio concertado, próximo a su casa. En su web aseguran que son un centro trilingüe, pero «todo es mentira. Sólo daban dos horas de castellano a la semana y no se preocuparon por los problemas que sufre mi hijo. Volvía a casa hablando aún menos». El pequeño no aguantó ni cinco días en el centro. Así inició la lucha infructuosa de conseguir que su hijo estudiara en español.
El esposo de Cristina es catalán y cuando comenzaron los problemas pensaba que «eran tonterías, que poco a poco la idea se iría disipando, pero ha ocurrido todo lo contrario. Cada vez estamos peor», insiste ella. En su casa hablan castellano, aunque su esposo se desenvuelve perfectamente en catalán. A Gonzalo, para que consiga avanzar, sólo le enseñan español. «Acabamos de conseguir que diga amarillo. Si su padre intenta que diga ”groc” (en catalán), sólo le bloqueamos. Daría pasos atrás». Pero parece, como relata esta madre, que «en Cataluña no puedes tener un problema con la comprensión de dos idiomas». Y es que, como comprobaría más tarde, no hay ningún sistema para eximir de dos idiomas a los niños con dificultades.
«Aprenderá catalán como todos»
Para ver cómo podía conseguir que a su hijo le dejasen cursar las asignaturas en su lengua materna, Cristina acudió a varios centros de logopedia. La directora de uno de ellos da conferencias en toda la comunidad, «las subvenciona la Generalitat», apunta Cristina. En su consulta, a puerta cerrada, les confesó que tenía el gabinete lleno de disléxicos por la imposición de la inmersión lingüística. «Os tenéis que ir de aquí. Da igual el colegio que elijas. Aquí podrán curar a tu hijo de cualquier enfermedad, pero si tiene un problema de lenguaje, no». Las palabras de la doctora dejaron helada a Cristina, pero meses más tarde lo confirmaría: «Ahora sé que si necesitas un trasplante aquí lo consigues sin problemas, pero no me ayudarán con un problema como el de Gonzalo». La reputada psicóloga no llegó a ver al menor. No hacía falta.
La experta sabía que para un niño que sufre disfasia, un segundo idioma «le produciría un bloqueo lingüístico y quizá no conseguiría hablar bien nunca», le insistió. Así, la familia de Gonzalo tuvo que descartar matricularle en un colegio bilingüe como el Liceo francés en el que estudió su madre. Tampoco era la solución. «Aquí hay centros privados que dan clase en inglés, francés o alemán, pero el único idioma que no se puede estudiar es el español, uno de los idiomas oficiales de esta comunidad».Tras la visita a la especialista, la pediatra de cabecera del pequeño le envió a una psicóloga de un centro próximo a su casa. La madre relata la condescendencia con la que trataron su caso. «Usaba un tono demasiado cariñoso : ”Cariño, tu hijo no tiene ningún problema con el catalán, el problema lo tienes tú”». Le marearon durante cinco sesiones para ver si era autista y le repetía a la madre: «A ningún niño le supone un problema estudiar dos idiomas. Tu hijo aprenderá el catalán como todos».
La rabia ha obligado a Cristina a atrincherarse en su casa. Un hogar que construyó desde sus cimientos porque estaba destrozada, pero un hogar aislado. No se relaciona con sus vecinos. Después de una década, «vuelvo a Madrid sin amigos. Si no eres de su cuerda, no hay amistad que valga. Se unen y te hacen sentir fuera». Cristina nota mi sorpresa y pone un ejemplo: «Hace tres años quise hablar con mi vecina. Apenas intercambiamos unas palabras y me dijo que era independentista. Yo le dije que no. No me ha vuelto a dirigir la palabra». Después de todo, ¿cuál es la gota que ha colmado el vaso? «Ver que a mi hijo se lo cargan», afirma tajante. «En los últimos años todo se ha radicalizado». La familia de Gonzalo ya no tiene confianza ni en la reforma educativa de Wert: «Aunque nos paguen colegios privados, en ninguno dan clases sólo en español». Por eso vuelven a Madrid, a la casa de sus padres, «con lo justo para vivir».
La decisión la han tomado sólo hace unos días y no sólo les afecta a los tres. Su hija mayor, de 16 años, también se marcha con ellos. Está muy triste. «Les dijo a sus amigas que nos teníamos que ir a Madrid porque su hermano no podía estudiar aquí y ellas le dijeron que era mentira. Son independentistas porque es lo que maman en el colegio». Cristina asegura que en redes sociales los profesores del colegio de su hija están politizados. «Les impulsan para que vayan a la diada». El próximo 11 de septiembre «queremos vivirlo fuera de aquí es cuando el odio sale a las calles», afirma Cristina, no sin cierta rabia: «Somos exiliados políticos en una España en democracia», repite.
La Razón, 02 de septiembre de 2013